Relato por Adrián Ochoa
-Dios está muerto.- dijo el gato sentado en la reja de peatones. El joven guardia lo miró fijo, sospechoso, sombrío. No le llamó tanto la atención semejante afirmación, lo que lo descolocó fue que un animal lo dijera. Rumiaba su espalda luego de dicha la sentencia. El Guardia, que ya lo tenía junado al animal, desde noches antes, no sabía si salir o no de su garita.
Había aceptado el trabajo de sereno-guardia-bulto en una cochera de Chacabuco al 150 por mera necesidad económica. La pandemia había hecho estragos en su ya delgada billetera y esta oportunidad era una bocanada de aire fresco. Aprovechando que los empleados de riesgo (hombres pasados los 60) no debían asistir para evitar contagiarse, él ocuparía el turno nocturno, mientras, afuera, el mundo se moría a fuerza de respiradores e inoperancia. El gatuno animal lo visitaba todas las noches, entre las una y las tres de la mañana; muy campante, el tipo cruzaba las rejas, bajadas ya a esa hora, para luego subir los escalones y adentrarse así a cazar palomas en los pisos subsiguientes de la cochera. Pero esa noche se detuvo, y, lamiéndose la pata, espetó la dura afirmación. Terminó de lavarse y se perdió entre los autos. Se quedó pensando, el joven guardia, elucubrando motivos por el cual el animal podría hablar.
Recordó la secta de los dálmatas –nunca había visto uno personalmente, hasta que compró una perra de esta raza, de ahí en más, dálmatas por doquier aparecían en la ciudad. ¿Dónde estaban antes? Única conclusión: una vez que adoptó a la perra manchada, se pasaron la bola entre ellos y ahora se dejaban ver. Con el felino debía de ser algo parecido: no hablan hasta que uno lo hace.
Esperó la noche siguiente a que apareciera el sabio animal. Dieron las dos de la mañana dando comienzo a la larga y soporífera espera del amanecer. Los párpados pesaban, caían como persianas metálicas, pero el más mínimo sonido lo espabilaba. Apagó las luces, la oscuridad alejaba ocasionales clientes molestos; se batió un café y esperó.
Cuando el manto oscuro de sueño se iba posando sobre su espalda, el felino se apareció en la ventana de la garita. Era pequeño, blanco, con pintas marrón café en el lomo; no tenía todos sus bigotes completos, una herida en el lóbulo derecho lo obligaba a tener ese ojo entrecerrado. Estaba sucio, pero no mugriento. Mantenía el porte felino de la elegancia, gracias a una profunda heterocromía ocular. Su ojo derecho era verde muy claro, el otro, celeste. Miró dentro, la única luz encendida, la del monitor de la computadora, hizo brillar su tapetum lucidum. La incandescencia ocultar le daba un halo de misterio al minino, más del que ya tenía al dar el mentado pronunciamiento. El Guardia no se animó a decir nada, la presencia elástica y febril lo tenía enmudecido. Las sombras oscilaron antes de inmovilizarse, una ambulancia había cruzado la calle, su sirena cambió de tono al alejarse. Ingresó, ágil, liviano, moviendo la cola; escudriñó el pequeño habitáculo. Saltó, satisfecho, sobre una caja y, desde allí, a la ventana de nuevo. Le miró con desdén antes de saltar afuera. Avanzó calle arriba para comenzar a subir los pisos de la cochera. El Guardia le siguió. Respetuoso del instinto animal, mantuvo su distancia mientras el felino avanzaba.
-¿Vas a decir algo?
Continuó marchando. Observó que una renguera en la pata izquierda no le hacía perder su andar casi serpentino. ¿Habrá sido una herida de riña nocturna? Se imaginó la lucha a arañazos, gritos y maullidos mientras otros felinos levantaban apuestas. Casi como un mach de boxeo. Algo se movió entre unos autos, un Fiat rojo y un Chevrolet 308 cubiertos por una decrepita sombra se convirtieron en el objetivo del gato. Inmóvil se quedó el joven, viendo al animal. Se adentró debajo del vehículo rojo perdiéndose de vista. El joven, perplejo, encendió la linterna de su celular para iluminar el desconcierto. El animal hablaba con un congénere suyo y maulló mostrando sus dientes sacando a relucir su feroz descendencia de los tigres.
-¡Apaga eso!- le espetó. Asustado, se apresuró a extinguir la luz de su aparato.- No podés andar fisgoneando todo, respetá la privacidad. – se quejó el felino.
Continuó su andar sin explicar nada sobre el otro animal. El Guardia seguía a su lado. El recorrido hacia la terraza fue una danza dantesca de entrada a otro mundo ya que otros gatos fueron uniéndose a ellos. Aparecían de todos lados, de distintos ventiluces, de detrás de columnas o de luces de mercurio tambaleantes. En pocos segundos, unos veinte felinos caminaban tras ellos.
El ronroneo crecía cual coro cristiano, pero con un dejo de angustia existencial particular. Las luces de los edificios alumbraban la terraza en la que solo tres autos pasaban la noche. Dejados allí a su suerte, muertos por la inacción rutinaria nocturna. Rápidamente, los felinos se fundieron en lo oscuro, cada uno saltó y corrió hacia otros edificios maullando un temerario grito de guerra, de caza. Quedaron solos, el gato ateo y el Guardia.
-Me adoran.-dijo- Cualquier cosa que diga es tomado como importante; y no debería ser así; pero solo hace falta alguien que dé un paso adelante y todos le siguen. Alguien que solo pose, que pretenda ser inteligente, y ya lo será para el resto de los presentes. No requieren prueba fehaciente de ello, con que uno de ellos lo crea ya es suficiente, se esparce como un virus y todos lo creen. Lo aceptan. –Otra vez el virus, pensó el Guardia. Pero el gato continuó: -Lo importante es que sean muchos, el sentido de la masa los hace más crédulos.
Escuchaba el discurrir monótono cuasi napoleónico del gato, el guardia quien no sabía si podía o si acaso debía decir algo. O, quizás, solo fuera su función la de escuchar, la de ser testigo de un momento que no podría nunca contar. Nadie le creería tan anómala experiencia; que de tan extrema era irreproducible. Un gorjeo lejano, pero violento se escuchó por un segundo; luego otro y otro. El mamífero miró hacia arriba, expectante, hasta que varias palomas muertas llovieron cual pasaje bíblico, desde el cielo. Los felinos se asomaron desde distintas terrazas; el dote se había consumado.
***
Volvió a su casa cuando el sol invernal ya estaba alto. Durmió su siesta mañanera con un constante escalofrío que lo mantuvo en un sopor de pesadilla.
Al despertar, almorzó viendo los noticieros, su gata comía su balanceado, sin dejarse acariciar como hacia usualmente. El joven Guardia le habló, pero el minino no le respondió.
***
La noche siguiente, el gato se hizo presente. El Guardia presenció el mismo ritual que la noche anterior. Caminando ya solos de regreso hacia la garita, él comenzó a hablar. –Traté de hablar con mi gata pero no respondió. ¿Me ignoró? Digo, ¿todos los gatos hablan?
-No sé, nunca les pregunté.- contestó el minino bajando los escalones hacia la salida.
-¿Por qué está muerto?
-No dejan de traerme palomas.-sonrió saliendo a la calle; sus ojos brillaron en una inolvidable incandescencia, antes de perderse de vista.
El gato continúa viniendo, pero ya no tan asiduamente. Él siempre le deja un poco de balanceado en un recoveco de la escalera, no vaya a ser cosa que tenga hambre.
Fin.
Sobre el Autor
Adrián Ochoa, Licenciado en Cine y Tv, Universidad Nacional de Córdoba. Guionista de cine y Tv, escritor de los films “Cementerio General 2”, “De patitas en la calle”, entre otros , y autor de la novela “las Vacas del Camino”