Relato por Javier Costamagna
Ficción de lo real, esta breve historia cuenta sobre un futuro distopico pero quizás en algunos matices y para el más pesimista de los analistas no es del todo erróneo, este cuento nos invita a imaginar una ciudad de Córdoba en plena crisis de destrucción aunque el titulo irónicamente evoque a la ciudad de Buenos Aires, es una especie de homenaje al gran Charly García en su canción con el mismo titulo.
Eran las seis de la tarde, por lo que recuerdo mes de marzo, porque se olía esa transición al otoño, aunque el aire se sentía denso apenas se podía respirar algo de oxígeno, lo demás era hollín, polvo de escombros y el olor a muerte que inundaba la ciudad.
Yo buscaba donde pasar la noche un lugar fuera del alcance de los soldados del norte.
Habían caído varias ciudades de América del sur como: Río de Janeiro, Brasilia, Montevideo, Buenos Aires y ahora Córdoba seguía en la lista.
Deambulando entre desolación encontré una vieja casona en alguna calle que ya ni nombre tenia, entré como pude por una ventana y me senté en la oscuridad a comer lo que traía en la mochila.
Comía una sardina con galletitas vencidas que fueron interrumpidas por un barullo lejano, que se hacía cada vez más cercano, de seguro eran los soldados norteamericanos se aceraban sin ningún decoro a acabar con lo que quedaba de vida.
En eso veo una figura en la ventana, miraba para todos lados asustada, me animé por lo bajo a chitar por detrás de unas viejas cortinas azules.
– ¡Te abro la ventaba y entrá rápido!
Entró rasgándose un poco el pantalón con un tornillo que sobresalía del marco de la ventana, era una chica de unos veinticinco años aproximadamente se sacó una gorra color oscura dejó caer su pelo negro, y me dijo tímidamente con un sonido apenas audible “gracias”.
Las tropas estaban más que cerca, asomé un ojo detrás de la cortina pude ver como aprehendían a un hombre de unos cincuenta años aproximadamente un soldado rubio alto de un metro ochenta dio la voz de alto en un perfecto castellano, el hombre muy delgado y descuidado quedó inmóvil con las manos en su nuca.
Lo rodearon tres soldados, el rubio más alto lo miró y le dijo
-¡Animal de mierda!
-¿quieres saber cómo matamos a Putín en Rusia?
El hombre con lágrimas en los ojos solo repetía
-No, no, no…
Inmediatamente el rubio saco una pistola nueve milímetros y disparo a su cabeza, mientras la sangre brotaba salpicando la cara del soldado, este sacó un pañuelo de su bolsillo se limpió y escupió al suelo diciendo.
-¡A Putín lo matamos de tres disparos en la cabeza!
Dejé de espiar y con mi dedo índice en mi boca le indiqué a la chica que hiciera silencio. Luego señalé unas lonas y basuras amontonadas para que nos escondamos en ese lugar, preparé todo el escondite simulando un montón de papeles y bolsas.
Entre las cosas podemos ver uno de los últimos ejemplares del diario que se imprimió, donde el titular citaba una frase del presidente del eje América del Sur, “Ruben Blades”
“No Bombardeen Buenos Aires” este es el karma de vivir en el sur, mientras los invasores se acercan por la costa, demoliendo hoteles y lo que está a su paso, espero que este no sea el día que apagaron la luz”.
Doblé el diario como un acto reflejo de guardarlo de recuerdo, como si tuviera esperanza de salir con vida.
La chica estaba sentada a mi lado, mientras veía que por una hendija del techo entraba un pequeño haz de luz que daba parte de su rostro y ella en sus manos apretó un rosario aferrándose a esa cruz fuertemente
-¿Por qué haces eso? estas rezando a un ser egocéntrico que nos ayuda a cambio de que le alabemos o le besemos los pies. Eso es lo más absurdo que ha existido, ese dios que le rezan no existe y si existe es un impostor creo que le están rezando al ser equivocado, un ser repulsivo.
Yo más apóstata que nunca, todas mis creencias habían quedado de lado, ahora todo se resumía en sobrevivir.
Sentíamos los pasos de los soldados muy cerca de la casa, nos tapamos con las bolsas negras, ahí en plena oscuridad y silencio, aguantábamos el picor de las pulgas por todo nuestro cuerpo, era una sensación horripilante.
Se sintió el ruido de rotura de vidrios y ellos que ingresaron a la casa, murmuraban en inglés, revisaban cada rincón.
La chica a mi lado respiraba con dificultad casi entrando en pánico yo trate de calmarla tomando su mano que estaba a un centímetro de la mía.
Podíamos oír otra vez los pasos más lejanos, se estaban retirando, suspiramos aliviados y nos movimos para rascarnos cuando escuché un sonido de un paso y un leve carraspeo de garganta.
Atiné a salir de mi escondite simulando que estaba solo, levanté mis manos, el me miró mientras me apuntaba con su arma, era el soldado rubio y alto, se lo veía apuesto, con todos sus humos, él estaba en posición de poder y se aprovechaba de ello con una total impunidad.
Me observó de arriba abajo, quedando su mirada en mi zapatilla que por un hueco salían dos de mis dedos y disparó dando a mi dedo chiquito y dijo.
-¡No le atiné al gordo! – mientras reía
En esa carcajada sádica de masoquista dominante fue un leve descuido para que la chica de un batacazo con un alambre en la mano se abalanzara sobre él, y yo con fuerza me aferre al brazo del soldado inmovilizando su arma.
Ella apretaba ese alambre con tal fuerza que sus manos sangraban, pero no cedía ante los movimientos desesperados de ese hombre, lo hacía con tan empeño hasta que el militar dio una última patada brusca y allí quedó.
Abracé a la chica le dije gracias, ella entre llantos me dio su nombre “Damila”.
Nuestro abrazo no duró mucho, un soldado joven de nuestra edad, llegó apuntándonos con su fusil, miró al cuerpo tirado en el suelo, volvió hacia nosotros, señaló con su arma a una puerta que se veía en el pasillo que daba a no se donde y nos dijo
-¡Plis!
En ese instante comenzó a temblar todo el sitio, el salió huyendo del lugar, los disparos daban en la casa y en todos lados, nosotros corrimos hacia esa puerta era una especie de sótano, con muchas cosas como cobijas, libros viejos, y comida enlatada.
Nos recostamos en una cama a esperar, luego llegaron los estruendos sonidos de explosiones, nos tapamos los oídos debajo de unas cobijas en esa cama y no supe nunca cuánto tiempo duró el bombardeo.
Luego el silencio se hizo perpetuo, estuvimos meses con Damila en ese sótano, comiendo lo que había, aprovechando algunos rayos que entraban por grietas, después era oscuridad y nuestras voces.
Hasta que decidimos salir a la superficie ya ni sabía que día estábamos viviendo, en ese momento decidí reiniciar mi calendario, día uno, del mes uno, del año uno. La ciudad estaba en ruinas no había nadie solo algunos cadáveres ya pasados de putrefacción que me ocupe de quemarlos. Luego en el inútil cubo de vidrio de plaza España hice un invernadero para mis verduras, allí en la pared colgué el diario con la frase “No bombardeen Buenos Aires”, para recordar ese mundo que fue, y no quiero que vuelva.
Tuvimos dos hijos, con idea de repoblar Córdoba, nuestros Caín y Abel, pero con dos varones es difícil esa posibilidad.
Imagen de Portada: Vector de ciudad destruida creado por vectorpocket – www.freepik.es