Te presentamos el cuento “Fatal Tokio”, de una colaboradora de kashmircultura, nos cuenta una historia que encierra un amor único, con toques de nostalgia, donde el personaje principal se encuentra con una grata sorpresa que nunca imaginó.
Astor corría por la vereda sobre la calle Belgrano, yo solo podía gritarle que por favor me espere, que estaba viejo para seguir sus pasos rápidos y danzarines. Disfrutar de caminatas con mi nieto del corazón, era lo que más me gustaba de la vida, él vivía con su padre y su madre, mis amigos desde que tengo uso de razón, que, por las vueltas del destino, habían elegido mudarse a la ciudad de Mendoza, y ahora estábamos a varios cientos de kilómetros de distancia.
Decidí viajar para disfrutar principalmente de él, Astor, era un niño especial, era súper extraordinario, hablaba español neutro desde muy pequeñito, no le interesaban ni los celulares, ni los videojuegos, él amaba salir a correr, andar en bicicleta, jugar en su enorme patio lleno de lugares y recovecos justos para dejar volar la imaginación. En su patio solía ser indio, astronauta o bailarín, montaba sus obras de teatro sobre el techo de la casa de su perro, Frijol.
La mañana en que llegué a Mendoza, me trajo un triste recuerdo de la última vez que había estado allí, hacía más de cincuenta años atrás, donde me volvía solo a mi hogar, con el corazón en la mano, roto, destrozado y desconcertado por completo, pero justo en el momento en que pensé que iba volver a quebrarme, escuché la voz de Astor gritando a lo lejos, “Tío Lilo, tío Lilo, eres tú, viniste” y mi alma volvió a recomponerse por completo.
El taxi dejó a sus padres en su casa y nosotros enseguida remontamos camino a lo que él llamó “Expedición Lilo Lilón” Astor corría y yo, aun siendo un hombre atleta de joven, no podía seguirle el ritmo. En un momento de la corrida paró a mitad de cuadra, cuando lo alcancé, observé que Astor se había quedado oliendo jazmines que salían de las rejas de una casa. Pero esos jazmines no eran unos jazmines cualquiera, y esa casa no era una casa cualquiera, era “la casa”, “los jazmines”, el frente de la casa que había sido mi sueño y mi desgracia.
– Ven Lilo, miremos los jazmines. ¡Mira qué blancos, son los más blancos del mundo y qué rico olor tienen!
A mí se me cortó la voz, iba a decirle que sí, que eran los más blancos y los más puros del mundo, porque allí estaba ella también y ella era la más pura y más blanca del mundo.
La historia de “la casa” comienza el once de octubre de mil nueve sesenta y cuatro, en los juegos olímpicos, en Tokio, Japón. Era la primera competencia olímpica que se realizaba en Asia, la primera de mi carrera y la de Martina también. Ambos competíamos en natación, ella con mujeres y yo con varones.
Apenas la vi sentí una atracción fatal, un hilo rojo del destino, una sensación de ansiedad que me hizo poner los pelos de punta, ella era blanca y pura, sí, como los jazmines, tenía ojos transparentes como la misma agua donde nos íbamos a lanzar, tenía un lunar marrón claro en la comisura de su pequeña boca color carmín, una nariz pequeña que casi no se veía y los pelos de sus cejas, rubios como los rayos del sol que ese mismo día brillaba afuera y hacían alusión a mi sueño cumplido, conocerla.
Martina ganó todas las competencias, cada una de ellas bailando en el agua, a un ritmo agresivo y sensual. En la segunda ronda me animé a hablar con ella y nuestros ojos entrelazados en un espiral mágico de amor y ternura, dieron paso a todo lo demás.
Su cara angelical siempre la hacía ver calma, nunca había notado tanta calma en una competidora, pero eso cambió en las últimos dos turnos, en sus ojos vi miedo y espanto.
Ella salió primera en todos los turnos, pero en el podio se la veía ansiosa, expectante, y cabizbaja.
Cuando por fin pude encontrarme con ella, quiso salir de inmediato del predio e ir al hotel a hacer las valijas. La acompañé, algo incómodo, pensé que quería alejarse de mí por completo, que quería huir de este chico que había conocido y se había vuelto un poco loco por ella.
No me contó la verdad hasta después de llegar al aeropuerto, con terror en los ojos.
– Es por Andalucía, estoy amenazada.
– ¿Por qué, qué pasó? – Le dije, aterrado.
– Vení, subite al avión conmigo, te compré un pasaje. Te cuento en el vuelo.
Acepté sin más, en el avión planeé escribir una carta a mis padres para avisarles que me había enamorado y que iba a estar un tiempo en Mendoza, y que volvería a escribirles pronto.
Una vez que tomamos el vuelo, Martina se sintió aliviada y empezó a contarme.
– Andalucía me visitó anoche, acompañada de cuatro muchachos cargados de armas y con caras de mafiosos, me dijo que tenía que perder, que ella debía ser la ganadora hoy. Le pedí explicaciones pero me hizo “shh” con el dedo en la boca. Si me haces perder te mato fue lo último que me dijo.
– ¡Por Dios! Esa mujer no se cansa de amenazar. Pero, Martina, ¿entonces por qué competiste?
– No lo sé, yo solo… Puse mucho de mí para estar acá y no quería que se salga con la suya. Pero, espera, ¿vos sabés algo que yo no sé? ¿Esa mujer ya había amenazado a otra competidora?
– Sí, por lo que pude escuchar en los pasillos mientras esperaba mi turno, decían que ella había amenazado a la anterior nadadora y que ésta se había retirado de la competencia, y gracias a ella, Andalucía había ganado.
– ¿Se supo algo de la competidora amenazada?
– No, dicen que se la tragó la tierra, no la vieron más. Si la amenazó como a vos con esos mafiosos, se debe haber asustado.
– Tengo miedo de que me maten.
– No, quedate tranquila, ya pasó. Ahora estás volviendo a casa, y yo te voy a cuidar. Relájate y descansa.
Llegamos a su casa, luego de un viaje larguísimo y agotador, apenas bajamos del taxi ví esos jazmines y le dije que me parecían tan hermosos como ella. Nos olvidamos rápido de todo lo de Andalucía, y comenzamos a vivir nuestra nueva vida, pasábamos todos los días juntos, yo dejé todo allá en San Luis, y me puse firme a entrenar a la par de ella, con su entrenador de toda la vida, Carlos, que era un tipo extraordinario, enseguida nos hicimos amigos. Todavía me parecía un sueño estar al lado de semejante mujer, mi mamá me escribía cartas, angustiada, yo le rogaba que no se preocupe, que me encontraba muy feliz y que cuando conociera a Martina, me iba a entender.
Pasaron tres meses del viaje a Tokio, nuestra relación iba viento en popa, nos preparábamos para una competencia chica, íbamos a viajar a Neuquén en esos días. Estábamos desayunado tranquilos esa mañana, preparando detalles del viaje, imaginando lo lindo que iba a ser conocer Neuquén juntos, nuestro primer viaje de novios oficialmente.
– ¿Querés que vaya a comprar un pedazo de carne para hacer un asadito a la noche?
– Sí, ¡qué rico! – Me contestó ella, siempre feliz con la propuesta que saliera de mi boca, tenía una facilidad innata por hacerme sentir bien. – No, dejá. Voy yo, que ya lo conozco a Raúl, te va a vender cualquier cosa si no te conoce.
Se puso su saco de lanilla gris, puso la tira de su cartera de colores chillones en su hombro y salió tirandome un beso.
– Te amo Lilo – Me dijo, con su sonrisa pequeña y sus ojos centellantes de amor y felicidad.
Yo sonreí, estaba sumergido en el diario y no le contesté ni un “te amo” ni un “yo también” y de eso me arrepentí todo el resto de mi vida.
Escuché primero un grito y después cinco disparos, uno atrás del otro, salí corriendo, desesperado, abrí la puerta como pude y allí estaba ella, tirada entre los jazmines, con su saco gris manchado de sangre. Las rosas chorreaban gotas rojas que se mezclaban con mis lágrimas y sus pelos rubios alborotados.
– ¡No! ¡No! – Grité con todas mis fuerzas. – ¡Martina! ¡No! – Entre sollozos la agarré por el cuello.
Su alma ya no estaba conmigo, su cuerpo cubierto de sangre era una obra de arte de alguien siniestro. Sus ojos ya no me miraban ni centellaban, los cerré cuidadosamente y los besé, casi sin aliento.
Llegaron vecinos y la policía, también la ambulancia, pero no había nada que hacer. La primera bala fue directa a la frente, la segunda al corazón. No había más vida en mi Martina y lo primero que pensé fue en la culpa, de no decir te amo, de no haber ido yo, de haber planeado esa cena juntos.
La policía me pidió que declare, yo estaba quebrado y no sabía que decir, muy atrás había quedado ya lo de Andalucía y el viaje a Tokio, pero lo tuve que mencionar. Investigaron por años y años, nunca se dio con un culpable. Martina no tenía familia, así que la casa se cerró con sus cosas adentro y yo solo corté un jazmín y me lo llevé, también un pañuelo que seguía teniendo su olor y su gorra de nado, que la llevo siempre conmigo.
Volví a San Luis, dejé la competición, y me volví un ser oscuro y otario, no me importaba nada de la vida. Los únicos amigos a los que veía eran a los que son ahora los padres de Astor, me alejé de todos y fui desde ese momento un simple hombre solitario. Trabajé en el taller de arte de mi padre hasta que él murió, después viví de prestado, nunca obtuve nada en la vida, todo era regalado, mi casa, el trabajo, la pensión de mis padres que era con lo que subsistía.
Martina había muerto y yo con ella. Nunca más volví a formar pareja y así pasó toda mi vida, así pasé año tras año, viviendo una vida que no quería.
Astor me devolvió un poco la alegría de vivir, y en ese momento, llegar hasta esa casa, a “la casa” no podía ser una casualidad, el niño era mágico, no había dudas de eso, apenas me acerqué a los jazmines notó mi emoción y me dio un abrazo enorme.
-Aquí vive Martina. – Dijo él, y a mí casi me da un infarto.
-¿Vos como sabes eso? ¿Quién te contó? – Le dije, mirándolo atento.
– Nadie me lo dijo, yo la conozco.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo es Martina?
– Tiene ojos claros, y pelo rubio, muy rubio. Es flaquita.
Me quedé pensando si alguna vez les mostré alguna foto a mis amigos, si existía la posibilidad de que ellos la hayan conocido, pero no recordé nada.
-¿Dónde la conociste?
-Aquí, a veces paso por esta casa cuando voy de expedición. Ya me había olvidado de esos jazmines, son los más blancos y puros que jamás haya visto. ¿Coincides conmigo tío Lilo?
-Sí Astor, coincido. Y, decime… ¿Qué lleva puesto Martina cuando la ves por acá? – Estaba perplejo, pero necesitaba seguir indagando. No podía creer lo que estaba escuchando.
– Lleva el pelo suelto, un saco gris y una cartera toda colorida.
Lo miré asustado y él me miró con una templanza que me hacía poner cada vez más nervioso.
-¿Hablas con ella?
-A veces sí, otras veces paso corriendo y me saluda con la mano.
-Astor, ahora, en este momento, ¿Martina está acá?
-No Lilo, ¿Eres tonto? Si no la estarías viendo.
-¡Claro! ¡Qué tonto soy, es que ya estoy viejo! – Le dije, tratando de hacerme realmente el tonto. – ¿Y qué hablas con Martina?
-Muy pocas cosas, ella cuida los jazmines y dice que se siente un poco sola.
No pude aguantar el llanto y Astor en ese momento me dio la mano.
-Cuando la veas – Dije, recuperándome. – ¿Le podes decir que la extraño y la quiero como el primer día?
-¿Tú también la conoces? – Dijo emocionado. – Sí, claro, cuando la vuelva a ver se lo voy a decir.
-Gracias Astor.
-De nada tío Lilo.
Cortamos unas cuantas flores para llevar y seguimos con el paseo, con lo que él había llamado “Expedición Lilo Lilón”y yo decidí llamar“Expedición reencuentro inesperado”.
Loli Piezzi

Escritora en Construcción, 31 años, nacida en San Lorenzo, Santa Fé, Argentina, actualmente vive en Ricardone, Santa Fé.