Mi experiencia de esta celebración en México
Con un aire festivo y entre ofrendas, altares, cantos, danzas, comida y bebida, es como se vive el “Día de muertos” en México. Así fue como, en octubre/noviembre del año 2018, tuve oportunidad de vivirlo junto a la familia López-Alcántara. De aquellos días, recuerdo un poco el frío en Toluca helándome la piel y menguado sólo por la calidez que sentí en mi corazón al ser acogida como una integrante más de la familia. En mi experiencia, los mexicanos y mexicanas extienden su camaradería, hasta que se le olvide a una lo foránea. Aunque bueno, un leve “choque cultural” se hizo eco en mí recordándome mi condición de “extranjera”, teniendo en cuenta cómo se ha vivenciado la muerte en mi entorno.
Piedra angular de reflexiones filosóficas y el arte, tabú, elemento de la religiosidad, “tránsito” o “fin” para toda forma de vida, más aquí o más allá. En mi hogar, la muerte estuvo siempre cubierta bajo un manto de solemne silencio, de lejanía, como un puente hacia la nostalgia. ¿Naceremos primero al tiempo y luego, “al morir”, naceríamos hacia la eternidad? No lo sé. Mi amiga Ana López-Alcántara me comentó que en México, para sus ancestros, la muerte representaba trascendencia, unión con los dioses.
Antes de la llegada de los españoles, esta celebración duraba hasta dos meses, y luego se la hizo coincidir con el “Día de todos los santos” (1 de noviembre) y el “Día de los fieles difuntos“ (2 de noviembre), ambas festividades cristianas. La primera de ella, en conmemoración de los mártires de la iglesia y la segunda, como día para orar por aquellas almas que, al estar en el purgatorio, aún no se han reunido con Dios. Anita me comentó que, al partir las almas, se les considera ya santas. El sincretismo cultural entre las cosmovisiones prehispánicas y católica, sigue presente.

La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) reconoció en 2003 a este festejo, como Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.
Campo de santos
Entre el 28 de octubre y el 1 de noviembre, en cada hogar se arman los altares y ofrendas en honor a los difuntos. En casa de la familia López-Alcántara, se preparó, como suelen hacerlo, entre el 29 y 30 de octubre. En un espacio de la sala de estar donde era imposible no verlo día a día. Se encontraba en un sitio de la casa que era protagónico e íntimo a la vez. Siempre pasaba por allí, en silencio, enfocando la mirada con total curiosidad en cada detalle. No me atreví a preguntar demasiado, aunque todos alrededor tenían un buen semblante, fresco y liviano. Al comer, asomaban algunas anécdotas, que quizás, sobre la mesa también se convertían en “pan”, en alimento que saciaba el alma de cada uno de los presentes. Pensar y recordar a quienes han partido, sabiendo que en estas fechas vendrían de visita, traía gozo al corazón de todos. Esta fecha es una de las favoritas de la familia. La muerte se asume, con gratitud, naturalidad y en tono festivo, con una belleza única que desborda cada hogar, pueblo y ciudad.
La ofrenda consistía en fotos, dulces y pétalos de cempohualxochitl (o cempasúchil), flor de color amarillo que, para los antiguos mexicas, se asociaba al Sol. Decorar con ellas los altares y espacios dedicados a los muertos, es un modo de alumbrarles el camino hacia su casa y su ofrenda, me explicó Anita. Cuando son celebrados, los difuntos vuelven junto a sus familias una vez más, para festejar la vida a su lado y poder alimentarse de las ofrendas que se les compartió. Desde que se colocó hasta que se retiró el altar, no faltaron en el: un vaso con agua, sal y velas.

Morir, sin lugar a dudas, es un acontecimiento que nos iguala, nada ni nadie quedan excluidos de la muerte. Y en México, el día 30 de octubre se conmemora incluso a las personas “olvidadas”, de quienes jamás se supo algo o que no tenían familia que les recordase. Mientras que el día 31 de octubre es para los niños y adolescentes, siendo el 1 de noviembre, para todos. Las mascotas forman parte de estas celebraciones, siendo el 3 de noviembre, generalmente, el día dedicado a ellas.
La fecha que más moviliza a mi querida amiga y su familia es el 1 de noviembre, cuando van al panteón, que llaman “campo santo”. Allí cantan, oran y hablan con sus fallecidos, dejándoles como ofrenda las comidas que más les gustaba; además de tequila, cerveza, pulque, licor , tamales, mole, arroz, chocolate, fotos, flores y el copal (o incienso), usado para llamar al espíritu de los muertos. Ya el 2 de noviembre asisten al panteón quienes no lo hayan hecho y se come fruta, pan, y todo lo de la ofrenda, al pie de la lápida. Se hace oración, se conversa y encienden velas. En esa fecha, hace dos años asistí.
Estaba callada y tensa, sin saber cómo podría actuar, pero sabiendo cómo “debería” hacerlo según mi propia experiencia. De repente, oír otras anécdotas sobre los familiares y amistades fallecidos, ver cómo ese espacio de repente era un sitio lleno de colores y de vida, un espacio donde se reunían tanto familias como amigos. Donde los presentes brindamos y oramos juntos por quienes ya no estaban. La vulnerabilidad del momento y sincera apertura entre todos, me atravesaron y ayudaron a distenderme. Desde entonces, empecé a comprender la muerte desde prácticas y percepciones diferentes, concibiéndola como una esperanza de trascender, un “paso más”, envuelto en la gratitud por todo lo compartido en vida y muy lejano a la tristeza que supondría el olvido.
Aquellos días hubo en distintos puntos de la ciudad muchos desfiles, que incluyeron personas vestidas de Catrina (calavera sonriente que usa un traje victoriano, sombrero de ala con flores y tiene una expresión burlona), puestos llenos de adornos y dulces típicos, gran variedad de chocolates con formas de calaveras, esqueletos, entre otras. Música, baile, familias reunidas, sonrientes, festejando, algunos niños y niñas vestidos con algún detalle para la ocasión, con sus caritas pintadas. El aroma del famoso “pan de muerto” (dulce y de textura suave, este pan tiene un círculo en la parte de arriba que simboliza el cráneo y “canillas”, que representan los huesos) impregnando las calles. Todo el folclore e idiosincrasia en torno a estas fechas es memorable. La creencia según la que, conforme ofrendamos a nuestros difuntos, seremos ofrendados hacen, en parte, algo único de estas tradiciones. Agradezco a la familia López-Alcántara por todo lo compartido, por la confianza, paciencia y calidez con que me hicieron parte de estas fechas y de sus vidas.
